El balón como espejo

El balón no es un protagonista ni la cancha es un escenario sagrado sin los jugadores. Creer que el balón rueda por sí mismo o que los lugares sin historia son sagrados es un acto de insensatez, casi de bellaquería. Las hazañas las hace el corazón de aquellos hombres que arriesgan lo que tienen cuando la esperanza parecer ser devorada por la adversidad. No existen los perdedores cuando intentarlo es una proeza. Alguien tiene la certeza de que Abraham no albergaba sus dudas cuando alzaba la espada sobre el cuello de su propio hijo -muchos ven con escepticismo la locura antes de seguir al héroe-.
El fútbol es la justificación para aquellos que aún creen en la locura y la inspiración, es el espacio para volver a ser pequeños y tratar de emular a las figuras que se ven en televisión. Las marcas deportivas han captado esta debilidad en los adultos que pueden pagar por tener el uniforme de sus ídolos. En la cancha no existen los problemas laborales, las responsabilidades familiares son gambeteadas y se le da un fuerte cabezazo al balón en un rechazo desesperado, confiado en que el golpe afecte las neuronas encargadas de recordar las deudas y pesares de la existencia.
El balón, los guayos, la camiseta, el sudor, las canilleras, protector solar y la pantaloneta son el disfraz que cobija al niño que solamente tiene derecho a aparecer los domingos durante un ratito. Aquel mozalbete obsesionado con encontrarse son sus similares para exorcizar el estrés laboral, la mala cara de la esposa, el rechazo de la novia cuando la calentura solamente piensa en el sexo “per se”, el afán consumista de los hijos que añoran el comunismo, la amante que desea salir de la clandestinidad o la burla socarrona del ratero que se aleja desafiante con la billetera y el celular. En esos noventa minutos la amnesia colectiva funciona como efectiva terapia de grupo para todos los jugadores.
El grupo está conformado por adolescentes que tienen familia, carro, deudas y trabajos decentes. Otros son orgullosos desempleados que aman levantarse tarde con la certeza de que no se perderán la final de la Liga de Campeones, aunque no tengan un peso en el bolsillo la felicidad de un partido es suficiente para tener tema de conversación para el fin de semana. No hay que descuidar las esposas, novias, hijos, compañeras de fin de semana, quienes aparecen para reiterar que tras el pitazo final, la vida continúa.
Sudorosos, cansados y con un caminar parsimonioso, es el momento de cambiar los guayos y el ropaje de niño para afrontar la vida que ha traído la madurez. Los últimos comentarios acerca de la imposibilidad de que el “Flaco” Ospina aprenda a cabecear o de que el “Aguilita” Sierra pueda sacar un balón peligroso de otro lugar que no sea el fondo de la red, no dejan de ser hilarantes; los chistes, aunque repetitivos en sus temáticas, siempre causan la risa colectiva de estos gladiadores a los que les ha crecido la barriga y se les va cayendo el pelo.
Aquellos partidos de barriada, eternos, polvorientos y con marcadores de baloncesto, que acababan cuando las mamás llamaban al orden al final de la tarde, dejaron algo más que las raspaduras. Las amistades prevalecen hasta la actualidad, hubo intercambios de novias (que luego se convirtieron en esposas o nostálgicas “ex”), mientras que en algunos comienza a caer el paso de los años en el pelo, otros se salvaron de las canas por la alopecia. Al pasar los minutos cada quien comienza a relatar su historia, cuidando cada detalle para no ser objeto de burlas. Luego aparecen los recuerdos, las anécdotas y la sensación de saber que la vida la estamos viviendo como equipo; de que no estamos madurando solos ni que los años llegan a uno solo de los integrantes del equipo.
El marcador de aquella tarde no importó mucho (2-2), pues las sonrisas y los recuerdos fueron más fuertes que cualquier disputa. Sentirnos jóvenes por noventa minutos es la recompensa que esperamos cada domingo.