Un pragmatismo peligroso

Desde hace un año el ejército mexicano asumió el control de Ciudad Juárez, una fronteriza ciudad del norte que se ha transformado en el nuevo escenario de la guerra contra el narcotráfico, que ha degenerado en un dantesco escenario de muerte e intimidación. El panorama que deja la violencia generalizada es devastador: masacres con armas de largo alcance que buscan la intimidación de la sociedad –el miedo es un aliado incondicional donde el silencio se hace obligatorio para conservar la vida-, asesinatos selectivos con un inusitado despliegue de sevicia (como derretir cuerpos humanos en canecas con ácido), además de la tradicional infiltración en las estructuras de poder.
Las mafias saben que la mejor manera de ejercer el poder es tras bambalinas, sea con balas o con billetes, porque el delito nunca da la cara, prefiere el anonimato y esa sensación de omnipotencia de conservar un anonimato les otorga una sensación de dioses ante un rebaño atemorizado y arrodillado. En una monstruosa versión del Contrato Social todos aceptan que el delito exista, siempre que deje beneficios para la sociedad.
Es célebre la propuesta de Carlos Ledher en la década de los ochenta de pagar la Deuda Externa del país a cambio de legitimarse como un “Robin Hood” del trópico. En la memoria visual de muchos permanecen las imágenes de Gonzalo Rodríguez Gacha repartiendo dinero a los damnificados del terremoto del Popayán en 1982, sin contar con el programa de vivienda popular impulsado por Pablo Escobar llamado “Medellín sin tugurios”, al que se acercaron almas piadosas como la del Arzobispo Alfonso López Trujillo o Alberto Santofimio Botero.
Los representantes de la sociedad aceptan la presencia del narcotráfico hasta que su poder se desborda por la ostentación y los episodios de locura que genera tener tanto dinero y poder acumulado, sin contar con la satanización que emana del gobierno de Washington. Sonrojados ante la posibilidad de perder la visa (una especie de talanquera que distingue a los “colombianos de bien” de la gleba). Algunos delirantes decentes, para quienes es inaceptable que un estado moderno caiga en las manos de una banda de maleantes y criminales, son alabados en público mientras que lamentan con anticipación su muerte. Cabe hacer una pausa para recordar la valentía de Rodrigo Lara Bonilla, Luis Carlos Galán Sarmiento, Enrique Parejo, Jorge Enrique Pulido o Waldermar Franklin Quintero, quienes enfrentaron esa cáfila que, como la Medusa, renace con nuevos bríos para delinquir.
De vuelta a México, comienza a elevarse la voz de aquellos que critican la estrategia del presidente Felipe Calderón de enfrentar las mafias, pues ha desatado una violencia cruel e incontenible. “Deje así…” parece ser la consigna de una curiosa aberración del pragmatismo político que legitima el delito en beneficio del mantenimiento del tradicional “statu quo”, mientras que en la frontera norte siguen enriqueciéndose los vendedores de armas, amparados en una enmienda constitucional que legaliza el hecho de poder armarse hasta donde sus bolsillos y paranoia lo permitan.
Abierta la polémica surgen una serie de factores interesantes que podrían servir de ejemplo a Colombia: en 1993 entró en vigencia el TLC que atacó seriamente el poder adquisitivo de los mexicanos, las maquilas se trasladaron a las ciudades fronterizas para aprovechar la mano de obra barata y hacerles sentir la proximidad del Sueño Americano, mientras que los intermediarios de los cargamentos de droga que provenían de Suramérica se dieron cuenta del poder que tenían al controlar los canales de distribución, hecho que coincidió con la desarticulación de los grandes carteles de Colombia. Varios jóvenes deslumbrados por la posibilidad de acceder rápidamente a las motos, los carros, las pintas, las armas y las fiestas que sólo veían por la televisión, vendieron sus servicios a los narcotraficantes, posteriormente estos muchachos crecieron y conocieron los detalles del negocio y diseminaron el narcotráfico en pequeños carteles. Si bien ya no hay un gran capo, hay muchos narcos que conocen del poder que tienen y se terminan legitimando como comandantes paramilitares o enviados de dios.
Algunos, como los paramilitares, terminan extraditados; mientras que otros negocian bajo la mesa con el Gobierno de turno. Así lo hicieron los “Pepes” para acabar con Pablo Escobar, legalizar sus dudosas fortunas y aparecer de repente como ciudadanos trabajadores y pujantes. Ahora, un grupo de “Notables” de Medellín hace un pacto con un par de herederos de aquellos narco-paramilitares extraditados para disminuir las escandalosas cifras de asesinato en la ciudad, pues se acercan los Juegos Panamericanos y varios candidatos en las elecciones presidenciales podrían incomodarse con algunas preguntas.
El peligroso pragmatismo de mirar para otro lado cuando el crimen es evidente, ha colocado al Estado en desventaja frente a una delincuencia fortalecida por su poder corruptor y legitimado como una manera de conseguir lo que la sociedad niega a la mayoría de los ciudadanos.
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